Desde muy pequeños se nos enseña, y así lo aprendemos (interiorizamos y automatizamos) sin cuestionarlo ya que carecemos de capacidad para ello, que las emociones se clasifican en malas y buenas, o en positivas y negativas. En ese regusto del ser humano por clasificar, como fórmula de economía psicológica, es como si hiciésemos una raya sobre un papel blanco que dividiese los estados emocionales situando a un lado de tal raya los buenos o positivos y por lo tanto los que se deben de sentir.  Y en el otro lado, como si fuera un espejo o imagen contraria, las emociones malas o negativas y por lo tanto que no debemos de sentir. Pues bien, ¿a que no adivinan donde situamos a la culpa? Exacto.

Es un error dividir o clasificar las emociones como buenas o malas, no existe tal división excepto como un artificio creado por nuestro sistema de creencias. Todas las emociones nos conciernen, nos pertenecen y son una fuente de información acerca de nosotros mismos y por lo tanto no hay emociones ni buenas ni malas.

No podemos decidir lo que vamos a sentir, pero si cómo vamos a gestionar lo que sentimos. Uno de los primeros problemas viene simplemente por el hecho de la no identificación o rechazo de nuestros estados emocionales llamados negativos o malos y que quedan marginados en el otro lado de la raya como un gueto detrás de un gran muro negando su existencia.

En cuanto al sentimiento de la culpa, nuestro sistema de creencias adquirido nos dice que cuando la sentimos es que estamos obrando mal, que estamos haciendo algo malo. Y no solo eso, sino que además la culpa viene emparejada en su programación con la idea de la expiación de la propia culpa por medio del castigo y es que el inconsciente puede jugar malas pasadas.

Ahora debemos de saber que este sentimiento de culpa, si bien es cierto que puede informarnos de que hemos podido causar un perjuicio a algo o a alguien, por otro lado, no es exacta ni inequívocamente esta su función. Existe la culpa de crecimiento, una culpa saludable a la que debemos dejar un espacio dentro de nuestro psiquismo estando dispuesto a sentirnos culpables sin cejar, ni bloquearnos en nuestro empeño o intenciones de desarrollo.

Pongamos ejemplos. Imaginemos una relación afectiva de muchos años donde una de las partes siente que se acabó el afecto y no se ve casándose, teniendo hijos, viviendo juntos etc. En ese caso el adiós, el cierre a la relación será sin dudas con culpa. Otro ejemplo, un hijo dentro de una familia funcional, operativa, afectiva que tiene la oportunidad de marchar a otro país para desarrollarse académica o profesionalmente. Esa marcha será con culpa, consentimientos de abandono e incluso deslealtad.  O cuando decimos que no a alguien en su demanda, que por muy lógica y razonable que sea, si no deseamos hacerlo, si decimos no será siempre aprendiendo a convivir con la culpa.

En todos los casos y muchos más aparecerá la culpa, pero será una culpa de crecimiento que debemos aprender a aceptar dentro de nosotros en nuestro proceso de realización como personas a pesar de la angustia o malestar que pueda provocarnos. De lo contrario seguiríamos adelante en una relación que no queremos, perderíamos oportunidades de vida o nos abandonaríamos diciendo si a todas las peticiones que vienen de fuera.  Acabaríamos abandonándonos y enfermando en lo depresivo.

Hacernos cargo de nosotros mismos implica estar dispuestos a aceptar el sentimiento de culpa y por lo tanto aprender a convivir con él tolerando la angustia que nos puede suponer sin castigarnos ni juzgarnos sino comprendiendo y reestructurando nuestra mente y nuestra experiencia emocional.

El éxito en la vida, entendiendo como éxito no la acumulación de bienes materiales, poder, fama o estatus, sino el encontrarnos bien con nosotros mismos, viene como consecuencia de aprender a gestionar las emociones con especial mención de la culpa.

 

Dr. Psi. RICARDO BRAVO DE MEDINA

Psicólogo Especialista en Psicología Clínica